miércoles, 7 de septiembre de 2011

Él

El desconocido se sienta a mi lado y me sonríe nervioso. Comienza a hablar rápido, hacia fuera, como si tuviera prisa o algo más importante que hacer y más necesario, o algo que espera, que tiene que venir. Mira fuera como si no le importara, pero es timidez. O cobardía. En un segundo se dirige a mis ojos con los suyos ligeros, y es en ese segundo de valor en el que se le descubre, aunque sea el propósito de él descifrarme a mí. Adivina en mi gesto que es en vano saber si su conversación ligera me agrada, pues yo me río por dentro observando su inocente esfuerzo. Y le sonrío y halla apoyo y agrado, y le anima a seguir. Me gusta observar al desconocido. Apenas lo escucho pero me parece bello, y la melodía de su voz me mece en un algo placentero. Y me parece divertida la idea de que me esté pidiendo con sus rápidas miradas un hueco. Me pide con torpe ingenuidad la aceptación. Pero no obtiene la respuesta, es mi juego inocente con la necesidad de sentirse deseada. Y observo su insistencia y me incomoda su voluntad y su vehemencia; su humillación.  Pero su candidez me inspira, me inspira ternura y luz. Y me hace sentirme egoísta y despreciable, por ser presa de la necesidad, por esa necesidad que rechazo. Y mientras lo pienso te veo y te oigo cada vez más lejos, porque, amigo desconocido, estamos a kilómetros de distancia. Y me odio por no saber dejarte entrar, por ser incapaz de llamarte conocido, de que estés cerca, de dejarte que explores un trozo… un trozo de mí. Porque guardo con celosía mis secretos, pero yo no los tengo, o sí, éste sentirme incapaz de amar, porque me odio al darme cuenta de que me siento tierra rodeada de mar, y ser isla sin náufrago, y que los árboles acaben rodeados de los frutos que cayeron esperando a ser recogidos. Odio esa distancia que se hace más presente cuando estás en mi cama, desconocido. Enredarte en mi pelo no es suficiente. Y no es suficiente para los dos. 

1 comentario: